• Slide Honduras - NO DESPUBLICAR

 

Desde Honduras hasta Perú hay denuncias de comunidades indígenas y afrodescendientes que aseguran estar perdiendo su tierra y el acceso a los ríos que ahora son utilizados para la producción a gran escala de palma africana. Cuatro reportajes de Mongabay Latam revelan cómo comunidades indígenas y afro en Ecuador, Colombia, Perú y Honduras luchan contra la invasión palmera en sus territorios o cómo algunas empresas ahogan pequeños territorios ancestrales entre extensos paisajes de este monocultivo.

 

La palma africana es un cultivo polémico. Velas, chocolate, detergente para ropa, pintalabios. Cientos de productos se producen con el que es considerado, según un estudio de WWF, el aceite vegetal más consumido en el mundo. Sin embargo, asociado al cultivo hay también historias de deforestación de bosques primarios y de conflictos con comunidades indígenas, afrodescendientes o campesinas.

“Nos estamos viendo obligados a exponer nuestra integridad física para poder recuperar esas tierras, y cuando hablamos de exponernos es ya sea que nos vayan a matar o privar de nuestra libertad, simplemente por alzar la voz y reclamar un derecho que nos han oprimido”, narra desde la comunidad garífuna de Nueva Armenia, Mabel Ávila, dirigente de la Organización Fraternal Negra de Honduras (OFRANEH).

El caso de Nueva Armenia no es aislado. En 12 países latinoamericanos se cultiva palma africana (Elaeis guineensis).  De todos ellos, Colombia es el mayor productor de la región, y el cuarto en el mundo, con sus poco más de 1,6 millones de toneladas de aceite producidas en lo que va del 2020, según el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos. La cifra representa una tercera parte de lo producido en toda América Latina y el 2 % del aceite que se produce globalmente. A Colombia le siguen Guatemala con 852 000 toneladas, Ecuador con 615 000, Honduras con 580 000 y Brasil con 540 000 toneladas. Aunque Perú no figura entre los grandes comerciantes, sí es uno de los mercados que va en aumento y, actualmente, produce 205 000 toneladas.

Búfalos de agua en los caminos de las plantaciones de la empresa de la palma aceitera Palpailon S.A., en San Lorenzo, Ecuador. Foto: Julianne A. Hazlewood.

En muchos de esos países se registran conflictos por apropiación de tierras y deforestación para expandir los cultivos de palma. En otros, los efectos de la siembra extensiva han sido también denunciados por las comunidades.

Mongabay Latam investigó la expansión de la palma africana en cuatro países de la región y encontró preocupantes patrones: corrupción estatal, mafias criminales, amenazas a líderes y pérdida de acceso a fuentes de agua. El denominador común de las historias es que este cultivo está acorralando a pueblos indígenas y afro que se resisten a dejar sus territorios. Cercados por la palma: plantaciones invaden territorios ancestrales aborda lo que está pasando en Colombia, Ecuador, Honduras y Perú.

Tierras: un negocio con el Estado

Un elemento común a la expansión de la palma en la región ha sido la promoción del cultivo por diversos gobiernos. Aunque en muchos casos, ese apoyo ha sido legal, en otros ha sido aprovechado por malos funcionarios que titularon tierras a empresas o invasores, a pesar de que existía evidencia de que las comunidades llevan años exigiendo el reconocimiento de esos territorios ancestrales. Los países en los que hemos podido detectar este problema son Perú y Honduras.

En Perú, la comunidad indígena shipibo de Santa Clara de Uchunya, en el departamento de Ucayali, demanda que el Estado anule las 222 constancias de posesión a favor de personas ajenas a la comunidad, las mismas que le vendieron esos predios a la empresa palmicultora Ocho Sur P.

“Los terrenos fueron deforestados para desarrollar palma aceitera. Hubo varias comunidades indígenas y pequeños agricultores que denunciaron que la empresa utilizó operadores de tierras para apropiarse de sus territorios, gracias a una alianza perversa con funcionarios corruptos de la Dirección Regional de Agricultura de Ucayali, o comprando predios a un precio mínimo”, dice Magaly Ávila, directora del programa de gobernanza ambiental de Proética. Dicha afirmación se sustenta en los resultados de la investigación que desarrolló Proética al respecto.

A pesar de que el caso está hoy en manos del Tribunal Constitucional, máxima instancia de justicia del país, las invasiones continúan y también la violencia. El reportaje de Perú narra las últimas incursiones de personas ajenas a la comunidad, a las que han encontrado incluso en medio del bosque, con machete en mano, talando árboles.

Los garífunas en Honduras tienen que caminar varios kilómetros entre palma para llegar al mar. Foto: Comunidad garífuna de Nueva Armenia.

“Es como vivir una guerra interna dentro de nuestro propio país. Es un dolor muy grande para nosotros porque nos dicen que se debe cuidar un árbol, que no está bien deforestar pero estamos frente a un monstruo de la palma aceitera que lo hace y no hay sanción”, narra Iván Flores, dirigente shipibo de la comunidad Santa Clara de Uchunya.

En Honduras se ha detectado un problema similar. Sin embargo, en este caso el resultado fue peor: los habitantes de una comunidad garífuna han perdido el 70 % de su territorio ancestral por la palma. Al igual que en Perú, también hubo pactos entre las empresas palmicultoras y algunos funcionarios gubernamentales para acceder a la tierra. La historia se remonta a la contrarreforma agraria de 1992 que impulsó a las pequeñas cooperativas a vender sus tierras, según citan diferentes estudios académicos. Esto contribuyó a que, desde la década de los noventa, las áreas de palma africana en el país se incrementaran en un 169 %, de acuerdo con la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés). La institución también señala que la expansión del modelo agroexportador de diferentes productos, incluido el aceite de palma, generó “disputas por los territorios entre indígenas, campesinos mestizos y empresas agropecuarias”.

El reportaje narra la historia de la comunidad garífuna de Nueva Armenia, en el departamento de Atlántida, que primero fue desplazada forzosamente de su territorio por el boom bananero en el siglo XX y que hoy enfrenta la pérdida de sus tierras por el apogeo de la palma aceitera. Los habitantes de Nueva Armenia denuncian que, con la anuencia del Estado, terceros se han apropiado de más de la mitad de su territorio ancestral.

“Si una cooperativa garífuna o campesina había tenido un préstamo de dos millones de lempiras (81 000 dólares), el banco que manejaba el crédito presionaba para que pagaran y los amenazaban con rematar la tierra. Ahí aparecían los compradores que enviaban los empresarios y les ofrecían pagarles la deuda y darles 500 000 lempiras más (20 000 dólares), cuando la finca podía valer cinco millones”, sostiene Juan Mejía, ingeniero agrónomo y coordinador de investigaciones de la ONG Movimiento Amplio por la Dignidad y la Justicia (MAJD).

El investigador señala que esa fue una de las estrategias más usadas en la expansión de los cultivos de palma que se concentran principalmente en el norte del país, sobre el litoral atlántico en departamentos como Atlántida y Colón.

Mejía sostiene que la cantidad de sembríos impacta directamente en la seguridad alimentaria de los 53 pueblos de esta etnia afro que habita la zona, pues hubo una reducción de más de 200 000 hectáreas que antes se dedicaban al maíz y al frijol y que ahora producen palma. “Aquellos son los alimentos básicos de las comunidades hondureñas y ahora estamos importando maíz”, explica Mejía. Las comunidades también han señalado que el agua es cada vez más escasa y más contaminada.

Cultivos que cercan comunidades

Los riesgos alimentarios a los que se exponen los garífunas en Honduras se repiten en toda la región. Además de las alianzas con los gobiernos locales, cuando algunas compañías palmicultoras consiguieron tierras donde vivían comunidades ancestrales, los nuevos cultivos de palma redujeron la capacidad de estos pueblos para sembrar sus alimentos.

En Ecuador, por ejemplo, el Instituto Ecuatoriano de Reforma Agraria y Colonización le otorgó dos títulos a grandes empresas palmicultoras en 1978 para que se asentaran en las provincias amazónicas de Orellana y Sucumbíos, desconociendo que los indígenas Kichwa, Siona y Siekopai ya vivían en esos territorios, como lo muestra el estudio de Lesley Potter, una investigadora de la Universidad Nacional Australiana que se ha dedicado a estudiar el impacto del aceite de palma en países como Indonesia, Malasia y varias naciones latinoamericanas y africanas.

El reportaje de Ecuador narra cómo dos de estos pueblos indígenas se encuentran cercados por la palma en la Amazonía del país, donde además deben convivir al lado de compañías de  extracción petrolera.

“El territorio siekopai está en una suerte de isla que está rodeada de actividad petrolera, de palmicultores y de colonización, y esa colonización ha llegado atraída por la actividad petrolera y la actividad palmicultora. Los impactos han sido la disminución de la cacería y de la pesca”, dice la abogada Lina Espinosa de la organización internacional Amazon Frontlines.

Palma ilegal en el departamento de Guaviare. Foto: Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS).

Un problema similar enfrentan los indígenas chachi y awá, así como comunidades afro en la provincia de Esmeraldas. Algunos habitantes del cantón San Lorenzo vendieron sus predios y quienes no lo hicieron son asediados por extensos monocultivos de palma que, a su vez, se convirtieron en una oportunidad de empleo en una de las zonas más pobres de Ecuador.

Nathalia Bonilla, presidenta de la organización Acción Ecológica, está convencida de que “el rodear es una especie de acoso” que practican las empresas. Esas dinámicas han ocurrido también en Malasia e Indonesia, donde el desastre ecológico es casi irreversible. “Usan el mismo modelo: los grandes palmicultores se esconden a través de los pequeños”, explica.

Poco a poco la siembra de palma aceitera en Ecuador fue creciendo, al contabilizar cerca de 105 000 hectáreas en 1995, casi el doble en 2005 y llegar a 280 000 en 2017. Ante la expansión, el Estado ecuatoriano ha intentado regular la producción palmicultora a través de normas. De hecho, la Asamblea Nacional aprobó una ley en julio de este año, la primera sobre la producción y comercialización del aceite de palma. Aunque la legislación sanciona a las plantaciones que estén dentro de zonas hídricas protegidas, que utilicen plaguicidas prohibidos o que evadan la consulta previa con las comunidades; algunos sectores consideran que no es una protección suficiente.

“Esta ley no piensa en un cambio de modelo fuera de la producción como ya la conocemos, depredando todo lo que tenemos. Es más de lo mismo”, dijo Malki Sáenz, coordinador de la Unidad de Información Socio Ambiental de la Universidad Andina en una entrevista con Mongabay Latam. Su argumento es que la norma desconoce el contexto ambiental y social del cultivo de la palma, como las afectaciones que padecen las comunidades aledañas a los sembríos por la contaminación del agua, la deforestación y la destrucción de suelos productivos.

Vista aérea del río La Chiquita, Ecuador, que muestra rastros de la contaminación de Oil Palm Company en las aguas. Foto: Roots & Routes.

Este mismo cerco por la palma lo vive la comunidad ancestral de los Nukak-Makú en el departamento de Guaviare. El reportaje de Colombia revela cómo la palma ilegal va ganando terreno y hoy rodea este resguardo indígena en plena Amazonía, poniendo en peligro a zonas estratégicas de conectividad ecológica.

A las hectáreas de palma se suman la presencia de los grupos armados ilegales, minas antipersonal, cultivos ilícitos de hoja de coca y ganadería. Todos estos factores impactan directamente a los Nukak-Makú al punto que, actualmente, esa etnia está al borde del exterminio físico y cultural, a pesar de que su resguardo está protegido por la ley y tiene más de 954 000 hectáreas.

En otras ocasiones, la palma en Colombia se ha sembrado a costa de sangre y fuego. Múltiples sentencias de la justicia nacional han condenado a decenas de empresarios por aliarse con el ejército ilegal de los paramilitares para desplazar a comunidades afrodescendientes que habitaban los corregimientos de Jiguamiandó y Curvaradó, en el departamento del Chocó, para luego desarrollar extensos cultivos de palma.

La violencia también fue una estrategia en la región colombiana del Magdalena Medio. Óscar Sampayo, ambientalista de la Corporación Regional Yariguíes que investiga los impactos de la extracción de hidrocarburos y la producción de palma en la zona, le reiteró a Mongabay Latam que las amenazas y los enfrentamientos entre grupos armados generaron desplazamientos que luego beneficiaron la siembra extensiva de la palma.

Indígenas Nukak- Makú en Guaviare, Colombia. Foto: Alberto Castaño.

La lucha por recuperar las tierras

Ante la anuencia de ciertos funcionarios para titular tierras ancestrales y el cerco que han creado los cultivos de palma, algunas comunidades indígenas y afrodescendientes en Latinoamérica han acudido a la Justicia para proteger su territorio.

Los casos de Jiguamiandó y Curvaradó, en Colombia, sirven como un referente histórico a lo que hoy enfrentan los Nukak Makú. En estas dos comunidades, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le ordenó al Estado colombiano que tomara medidas de protección para las comunidades afro. Uno de los argumentos de la CIDH es que existió una “relación entre la siembra de palma africana en el territorio colectivo de los beneficiarios y los actos de amenaza, hostigamiento y violencia por ellos padecida”.

Incluso, los Nukak-Makú tienen hoy múltiples protecciones legales. Desde los noventa, los altos tribunales del país —como la Corte Constitucional— han emitido fallos en los que ordenan a las autoridades hacer todo lo necesario para preservar a este pueblo. El Gobierno Nacional formuló un plan especial de salvaguarda de carácter urgente y juzgados locales han ordenado que se tomen acciones legales frente a delitos ambientales como la deforestación y la contaminación. A pesar de las decisiones históricas, esta comunidad indígena continúa en un riesgo inminente.

Lo mismo ocurre con los garífunas en Honduras. La Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una sentencia a su favor en 2015 en la que declaró culpable al Estado de ese país por violar el derecho a la propiedad colectiva de ese grupo en cuatro zonas diferentes y en la que le ordenó titularles las tierras que les correspondía. Sin embargo, los líderes de las comunidades aseguran que sus territorios siguen en manos de terceros que terminan por venderlos a las palmicultoras.

En Perú, los indígenas de Santa Clara de Uchunya esperan que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre una demanda de 2016 en la que exigen dejar sin efecto las 222 constancias de posesión a favor de personas ajenas a la comunidad que terminaron vendiendo esos predios a una empresa palmicultora.

Por su parte, en el 2017, las comunidades de La Chiquita (afro) y Guadualito (indígena awá) en Ecuador obtuvieron una sentencia favorable por los daños y perjuicios al medio ambiente y a los habitantes de la zona provocados por dos empresas palmicultoras. Aun así, tres años después, las compañías no han dejado de operar ni han reparado los daños señalados en el fallo judicial.

Indonesia y Malasia son los referentes de este tipo de conflictos y los que más conocen los efectos del rápido crecimiento de la palma africana. Solo en esos dos países se produce el 84 % de todo el aceite de palma que se vende en el mundo. Y los impactos de la expansión palmera en sus bosques son preocupantes. Aunque la industria palmicultora en América Latina es aún pequeña, no por eso dejan de ser evidentes sus efectos. “La región produce alrededor del 7 % del aceite de palma globalmente, lo cual la hace una productora marginal comparada con los países del sudeste asiático”, apunta Francisco Naranjo, director para América Latina de la Mesa Redonda sobre Aceite de Palma Sostenible (RSPO, por sus siglas en inglés), iniciativa que existe desde 2004 para desarrollar un estándar empresarial en el que las compañías garanticen que el aceite de palma que producen es sostenible.

Los indígenas awá protestando frente al Palacio de Gobierno, en el Centro Histórico de Quito en 2007. Foto: Julianne A. Hazlewood.

El gran obstáculo, sin embargo, es que solo una cuarta parte de la industria palmera en América Latina tiene membresía RSPO y cumple con dichos estándares. Este porcentaje cae aún más al mirar el promedio mundial, pues solo el 20 % de las compañías cumplen con los requerimientos para garantizar que producen aceite de palma de manera sostenible.

En la práctica esto significa que la mayoría del mercado no puede garantizar que no se tale bosque para cultivar palma, que los trabajadores tengan un salario digno o que los cultivos no estén en tierras en disputa con comunidades indígenas, afro, campesinas o, en general, con las poblaciones del lugar.

*Imagen principal: Ilustración realizada por Kipu Visual para Mongabay Latam.

Original: Mongabay

 
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